Cambiando los nombres de los personajes históricos que desfilan por las más de 1.400 páginas del estudio de Ostrogorski, podría dar la sensación de que allí se está exponiendo la trama Gürtel, el bochornoso espectáculo de algunas de nuestras sesiones parlamentarias o la eliminación de la disidencia llevada a cabo en el seno de los partidos políticos. Eso por no hablar de las cargas de profundidad teóricas contra la democracia de partidos colocadas por el pensador ruso, que muchos suscribirían a día de hoy: “el rol del individuo en el Estado se reduce a muy poca cosa; no ejerce más que el simulacro de soberanía del que se hace homenaje tan pomposa como hipócritamente; no hay, en realidad, ningún poder sobre la elección de los hombres que gobiernan en su nombre y por su autoridad; la nación y sus gobernantes están separados; el gobierno es un monopolio; se encuentra en las manos de una clase que, sin formar una casta, constituye un grupo aparte de la sociedad. […] El gobierno está puesto al servicio de los intereses particulares […]; la legislación y la administración se venden y se compran; los mismos cargos públicos son virtualmente subastados”.
Ostrogorski no fue el único –podríamos hablar también de James Bryce o de Robert Michels– que en aquellos años a caballo entre el siglo XIX y el XX advirtió sobre los efectos perniciosos de la herramienta que se estaba consolidando por los países occidentales como solución para articular la participación política de las masas en un contexto de extensión del sufragio. ¿Qué interés puede tener la importación al presente de estas reflexiones? ¿Desvelar un hipotético adanismo de ciertas críticas a los partidos de los últimos años? ¿Aportar soluciones a la perenne crisis de la representación política?
En realidad, desde mi perspectiva, este interés tiene un carácter más sutil y seguramente menos ambicioso. Se trata de un interés estrechamente ligado a la idea de que los significados (en plural) de una obra están incompletos si no atendemos a las lecturas que de ella se han hecho en diferentes “horizontes de expectativas”, es decir, diferentes contextos sociales, políticos e intelectuales en los que se entrecruzan los anhelos, las necesidades y los conflictos de los seres humanos[ii]. Y es que, en último término, debe tenerse presente que autor y lector son una pareja indisociable.
Pues bien, una obra tan poliédrica como la de Ostrogorski fue leída y sigue siendo leída en horizontes de expectativas bien distintos. El pensador ruso, profundamente comprometido con los valores liberales y democráticos de su tiempo, paladín de una nueva ciencia política basada en la observación rigurosa, recibió, a su pesar, los aplausos más entusiastas por parte de aquellos entre sus contemporáneos empeñados en derribar el régimen parlamentario. El caso del escritor antisemita francés Charles Maurras debió ser especialmente agrio para Ostrogorski. El líder de Action Française, organización xenófoba, monárquica y nacionalista, puso en 1903 a sus numerosos lectores sobre la pista del libro de este “judío polaco”, uno de sus “mejores servidores”, un “esclavo útil”, que habría demostrado el funcionamiento perverso de las organizaciones de partido y, sin buscarlo, la imposibilidad práctica de llevar a buen puerto el proyecto democrático[iii]. Detrás de Maurras vinieron otros, tanto en el extremo derecho como en el izquierdo del panorama político francés de principios de siglo, profundamente marcado por el rechazo al parlamentarismo.
Pasadas tres décadas vertiginosas, en 1935, cuando el fascismo ya atemorizaba a toda Europa, un académico ítalo-judío exiliado en los Estados Unidos y enrolado en la New School of Social Research (también conocida como “Universidad en el Exilio”, por la que pasarían Hannah Arendt o Erich Fromm, entre otros), nos dejaba una interesante reflexión sobre el estudio de los partidos políticos que ejemplificaba parcialmente con el trabajo de Ostrogorski[iv]. El exiliado italiano le reconocía su compromiso democrático y el carácter pionero de su trabajo, pero sus posiciones difícilmente podían coincidir. Habiendo asistido a las andanzas políticas de Benito Mussolini, Ascoli decía haber aprendido que “cuando la lucha política alcanza una temperatura tórrida, estructuras cuidadosamente construidas se derriten como si estuviesen hechas de cera”.
De este recalentamiento del frágil juego democrático culpaba a los pensadores críticos con los partidos, que habrían hecho creer a su público en que la “soberanía popular” podía ser tomada al pie de la letra o que existían alternativas organizativas a los partidos de masas. El mensaje a los científicos políticos era claro: “Los partidos son el talón de Aquiles de la democracia y solo pueden ser analizados a través del pensamiento más realista y responsable. No deben ser desestimados como símbolos vacíos, desechados como podridos, o bendecidos como necesarios. Probablemente ningún otro objeto de estudio de la ciencia política requiere más modestia y responsabilidad”.
No hace falta darle la razón a Ascoli, cuya postura no deja de ser fruto de unas circunstancias personales e históricas muy concretas, para percatarse de que está apuntando a algo fundamental: el estudio científico-social sobre un objeto tiene consecuencias sobre ese mismo objeto. Sin desmerecer el evidente rol jugado por los conflictos sociales y materiales, ¿puede entenderse el colapso de las democracias parlamentarias en el periodo de entreguerras sin atender a las ideas que desde diversos campos académicos (derecho público, psicología de masas, ciencia política, etc.) ponían en entredicho la posibilidad del régimen democrático? Por recurrir a la grata terminología de Rafael del Águila[v], ¿no nutrieron pensadores moralmente “impecables”, como Ostrogorski, de argumentos a aquellos pensadores “implacables” dispuestos a imponer ambiciosos planes de ingeniería política? Sin duda lo hicieron, lo que no supone más que constatar que el autor ruso estaba inmerso en un contexto en el que la crisis de las democracias era de tal calado que las propuestas de reforma, como la suya, se entrecruzaban irremediablemente con proyectos de corte autoritario.
Podría pensarse, entonces, que las lecciones para el presente de estos primeros científicos políticos tendrían un carácter negativo: qué es lo que no debe hacerse desde la torre de marfil de la ciencia o desde el ámbito de la crítica política para no beneficiar ciertos propósitos peligrosos. Esto sería, no obstante, demasiado fácil. Recurriendo a la propuesta intelectual de Pierre Rosanvallon, podemos darle una vuelta de tuerca al interés de la historia para el presente. El pensamiento de alguien como Ostrogorski no nos interesaría ni por su carácter de clásico (cuya visión sería más clara por no estar mediada por una literatura previa), ni como chivo expiatorio de un fracaso colectivo. Para Rosanvallon, el interés del pensamiento y de las experiencias pretéritas no radica en sus soluciones, sino en que permiten apreciar problemáticas cercanas a las nuestras a través de unas lentes de las que ya no disponemos, ofreciéndonos un panorama más denso y completo de los desafíos del presente. La historia y, concretamente, la historia de la democracia “se ofrece más poderosamente como campo de experiencia y puesta a prueba de representaciones del mundo”[vi]. Sin olvidar, como a muchos nos ha enseñado António Hespanha, que el “presente no es el apogeo del pasado o el último estadio de una evolución que podía estar prevista con anterioridad”. Así, la irrupción “de esta extraña experiencia que nos viene del pasado, refuerza decisivamente la mirada distanciada y crítica sobre nuestros días”[vii].
En esa senda, el interés histórico del trabajo de Ostrogorski reside en que abordó el estudio de las organizaciones de partido, una realidad que, transformada, sigue presente entre nosotros, en un momento en el que el colapso de la democracia parlamentaria aún no había tenido lugar. Formando parte de una generación que no había asistido al ascenso del totalitarismo, su diagnosis y sus propuestas tomaban sendas que después quedarían vedadas. Sus ideas –así como otras afines– nos interesan porque expresan cómo el imaginario liberal de finales del siglo XIX, en cuyo seno forcejeaban las simpatías democráticas con un elitismo incombustible, observaba la emergencia de una democracia articulada por partidos de masas que ponía en jaque sus convicciones políticas. Su profunda desconfianza respecto de la acción política popular y de la igualdad de capacidades políticas de los ciudadanos y de las naciones (algo de lo que no nos hemos desprendido del todo), confluyó, sin pretenderlo, con las ideologías autoritarias.
Pero volvamos al presente, y al pasado más inmediato.
Hace ahora casi diez años (el 15 de mayo de 2011), una parte significativa de mi generación –y de otras– daba el pistoletazo de salida a una ola de movilización social que centró su interés, al menos en su primera etapa, en la crítica al funcionamiento de la democracia representativa española y, más concreto, de sus principales partidos. El descontento social producido por la crisis de 2008 y los posteriores recortes sociales se canalizó, así, a través de un discurso de profundización democrática y de crítica a la desigualdad económica.
Hoy, con una parte de esa generación de activistas sentada en las instituciones, los españoles se muestran ante las preguntas del CIS aún más preocupados que entonces por los políticos y los partidos. Por el camino muchas cosas han cambiado: poco queda de aquellos que estaban a la cabeza de las organizaciones políticas y de las instituciones en aquel momento, un partido de extrema-derecha con un discurso antipolítico se ha convertido en tercera fuerza parlamentaria condicionando todo el debate público y, si hoy hubiese algo parecido al 15-M, difícilmente se arrancaría de la Puerta del Sol, como se hizo entonces, una pancarta que decía “La revolución será feminista o no será”.
La crítica a los partidos que se enunció en aquel momento iba de la mano de una propuesta democrática difusa y plural, pero articulada a través de tres elementos principales (en los que ahora no cabe entrar): ciudadanía participativa, igualdad sustantiva y pluralidad política. Y, sin embargo, el discurso contrario a los partidos era y sigue siendo poroso y heterogéneo. Detrás de loables intenciones como la aspiración a una democracia más profunda, la crítica a la corrupción o la construcción de una verdadera deliberación pública, asoman ciertas pulsiones insondables de nuestra sociedad como son el rechazo a las inevitables divisiones sociales o la consideración de que los demás –nunca nosotros– son políticamente incapaces. Señalando esto no pretendo deslegitimar las críticas al funcionamiento de la democracia representativa, la cual, salta a la vista, parece requerir de un profundo cambio de rumbo, sino simplemente subrayar la necesidad de que tales críticas no se desentiendan de una evaluación rigurosa de las alternativas que plantean ni de una mirada introspectiva a los principios o a las fobias que pueden estar encarnando.
En ese sentido, una experiencia histórica como la que vivió y de la que participó Ostrogorski cobra, ahora sí, una actualidad justificada. El rechazo “monista” a los partidos (por llevar en su seno el virus de la disgregación y el disenso) fue, durante el siglo XIX, una de las razones por las cuales el protagonismo y el liderazgo político recayó en unas clases sociales privilegiadas que, bendecidas por la razón, se mostraron impasibles ante la profunda desigualdad social. El rechazo “elitista” a los partidos a principios del siglo XX (por dar voz a través de sus organizaciones extraparlamentarias a aquellos a los que se negaba su capacidad para entender el interés colectivo) creó el caldo de cultivo para que muchos empezasen a anhelar la llegada de salvadores de la patria. Llegaron, desapareció el disenso y el coro inaudible de voces enfrentadas, se barrieron los pesados límites constitucionales a la acción del líder, y, sin embargo, al reino de la abundancia y de la justicia se le siguió esperando, ahora sin la posibilidad de expresar una nota de disentimiento.
En un mundo profundamente transformado como el de hoy, cuyos partidos revisten otro carácter, y en el que los problemas y las alternativas son inevitablemente diferentes, no dejemos de reflexionar sobre qué es lo que queremos y buscamos cuando afirmamos ¡que se vayan todos! Con sus múltiples defectos y ficciones, una sociedad cuyo “sentido común” es democrático es mucho más habitable que otra cuyo “sentido común” es el cinismo y el desprecio por lo diferente.
[i] Ostrogorski, M. La démocratie et l’organisation des partis politiques, 2 vol., Calmann-Lévy, París, 1903.
[ii] Prochasson, C., “Héritages et trahisons: la réception des oeuvres”, Mil neuf cent. Revue d’histoire intellectuelle, vol. 12, 1, 1994, pp. 5-17.
[iii] Maurras, C., “Un Avis au Lecteur”, Feuilleton de la Gazette de France, 1903.
[iv] Ascoli, M., “On Political Parties”, Social Research, vol. 2, 2, 1935, pp. 195-209.
[v] Del Águila, R., La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000.
[vi] Rosanvallon, P., Por una historia conceptual de lo político, (trad. de M. Mayer) Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003.
[vii] Hespanha, A. M., Cultura jurídica europea. Síntesis de un milenio, (trad. de I. Soler y C. Valera) Tecnos, Madrid, 2002 [1998].
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